Mar, 10/09/2024 - 12:33

Nota del compañero Pablo Pagés para Caras y Caretas

“Para los chinos lo sagrado y religioso es la cultura”

*Nota original en carasycaretas.org.ar

Camilo Sánchez es una persona difícil de rotular. Periodista, escritor y poeta, caminó por el ripio de las palabras sobreviviendo a las exigencias del mundo intelectual durante más o menos cuarenta años. Ofició en el periodismo largo tiempo y en esta noble tarea trabajó varios géneros con elegancia. Fugaz en su poesía, destacado en su prosa, preciso y austero en su labor. Camilo nació en 1958, vino de Mar del Plata y por azar, con talento y reminiscencias que apelan a su cálida persona, pasó por distintos medios de comunicación con la destreza de un músico de jazz, tal vez buscando esos silencios de Bill Evans o esa conversación generosa que ofrecen las nocturnas de Chopin.

En 1986 fue coautor, junto con Néstor Restivo, de Haroldo Conti, con vida, reeditado en 2002 y en 2006. Ingresó en la redacción de Página/12 en sus comienzos (1987) y en la revista Viva del diario Clarín en 1994. Entre sus libros se encuentran Del viento en la ventana, finalista del concurso Olga Orozco con un jurado integrado por Juan Gelman, Gonzalo Rojas, Antonio Gamoneda y Jorge Boccanera. Fue socio fundador de la revista Dang Dai, primera publicación de intercambio cultural entre la Argentina y China. Su novela La viuda de los Van Gogh (Edhasa, 2012) fue editada en España, Alemania, Italia, México y Francia. Actualmente dirige su sello editorial independiente El Bien del Sauce, organiza laboratorios de escritura y continúa con la obsesión de quien entiende que son ciclos discontinuos los que arremeten con cada trabajo.

Según Ricardo Piglia, hay dos clases de escritores: los que recorren vastas extensiones para poder narrar y los introspectivos. Camilo Sánchez, a lo largo de su vida, comenzando con las extensiones de Conti, las relaciones extrañas entre los hermanos Van Gogh y su viuda, arrimando a La Feliz, su tierra natal y esa cuestión epocal marcada por humoristas como Olmedo en el medio de un país que apenas comenzaba a serlo, y ahora, profundo y reflexivo, tal vez más cerca del segundo ejemplo de Piglia en el cual hay un viaje interior superlativo, Camilo Sánchez se reinventa en Ahora bien, su nueva obra, y transmigra hacia los rincones filosóficos de una cultura milenaria como la china a través del cruce entre dos figuras relevantes del conocimiento, Jacques Lacan y el poeta François Cheng. Un viaje hacia un encuentro donde el lenguaje, la cultura, la belleza, lo sagrado y la muerte están latentes en una búsqueda íntima de cada uno de ellos, pero también de su autor, cuyo recorrido estuvo signado por esos mundos en tensión.

–¿Cómo entraste en el vínculo de Lacan y Cheng? ¿Qué te atrajo de esa relación?

–Había empezado a estudiar en un grupo de psicoanálisis que se llamaba Encuentros en Libertad, pero hace tres años le cambiamos el nombre a La Aldea. Me sirvió para no meter la pata en el territorio del discurso lacaniano, que tiene sus obsesiones y vericuetos. Y por otro lado, había tenido el viaje de lo chino, por ciertas cuestiones que había estudiado. Trabajando en Página/12 conocimos a un chino medio místico, un lugar donde iban Lito Cruz, Miguel Cantilo con la mujer, un viejo que enseñaba Tai Chi pero también curaba con acupuntura, tenía una huerta en la terraza y hasta salió en Playboy. Hicimos mucha prensa con el viejo, Wang Xing. Yo sabía que eran dos caminos que no se terminaban de bifurcar en mí, había una lectura, un viaje. Esto me di cuenta con el libro terminado, que mucha formación me la había dado el periodismo, porque el periodismo se trata de estudiar cada cosa que se hace, y todo lo que fuera el discurso de la cultura políticamente correcta; y por otro lado, todo el viaje de lo chino, el budismo, otras lecturas. Eran dos cosas que hacía casi en paralelo. Había leído en pandemia un artículo de Luis Gruss, un pibe que estuvo en el diario Sur, en varios lugares, el hermano de Irene, y había hecho una nota que se llamaba “La sombra china de Lacan”. Ahí empecé a investigar y lo que más me sorprende es que cuando encuentro materiales sobre Cheng y Lacan, me doy cuenta de que él había llevado tres libros que yo tenía acá. Y cuando después, por el lado del grupo de psicoanálisis, Beatriz Taber dice que en cada primera clase de seminario de Lacan el mismo Lacan da un mapa de ruta de todo lo que va a dar, en ese primer capítulo está todo condensado lo que después se dispara y cumple o no con ese mapa inicial. Me armé un librito con los primeros veinte seminarios, lo que más leí de Lacan. Y cuando en el primero de esos libros Lacan patea el tablero y se presenta como un “maestro zen”, se me hizo una fulguración en la cabeza. ¿Por qué estoy pensando que son dos caminos? Mirá cómo este tipo los juntó. Eso fue bastante clave. Yo venía laburando con el libro ya dos años cuando pasó esto, pero fue la certeza de que iba a terminarlo. Son fulguraciones, coincidencias, sincronías que te hacen decir “estoy acertadamente trabajando en algo por lo cual hago esta cosa vintage de estudiar y escribir tanto tiempo sobre un libro”. Porque no hay ningún criterio en trabajar dos o tres años en un libro, es loco. Estas son las cosas que te certifican “es por acá”. Los libros en general son así, los libros que no vas a escribir vos no los va a escribir nadie, eso me lo dijo Saccomanno. Cada libro es una pasión personal y loca.

–¿Es el libro más personal de tu obra?

–En el sentido en que me metí yo, que está y que ve, pero en el libro de Mar del Plata (La Feliz) también porque es una Mar del Plata bastante subjetiva. Siempre el más personal es el último. Y tal vez el más personal va a ser el que viene. No lo sé. También fue personal andar por Chacabuco y por el Tigre investigando a Conti cuando todavía todos los personajes que lo conocían eran recientes, constatabas que lo que había escrito Conti estaba vivo todavía. Era impresionante eso.

–Hay una dinámica del acontecimiento, de cómo surgen las ideas en el libro. ¿Te llegan determinadas ideas y te vas sumergiendo con el tiempo en la trama? No parecés un escritor que tiene una idea global y la divide en capítulos.

–Puede ser. A mí siempre me tenían como un tipo un poco loco que me iba a los archivos y por ahí estaba dos horas para hacer veinte líneas. Era raro eso, “¿dónde está Camilo? En el archivo”. Me gusta mucho estudiar, este libro no lo podía largar, porque seguía investigando y seguía agregándole cosas y en un momento dije “chau”. Después de publicarlo descubrí un libro de la dinastía Dang, un libro de la escritura poética china. Había un poema de cómo toman la palabra los chinos, como un acontecer histórico mucho más que algo subjetivo. Se describe a un japonés que vuelve a Japón después de veinte años en China estudiando el idioma chino, y que en Japón crea el idioma japonés, que es una adaptación propia del lenguaje chino. Es una figura mítica, no creo que haya sido un solo tipo, pero ellos eligen esa figura para mostrar eso y cómo le desean la mejor suerte por llevar la lengua de ellos más lejos. Ese libro de la dinastía Dang es por el cual Cheng le dice a Lacan “no puedo más”. Me parece bastante interesante como gesto, un tipo que había estado más despegado del Mayo Francés, y ya había empezado a tener sus seguidores por sus seminarios, que el tipo en 1969 necesite tomar aire, explorar la conciencia. Y va y le golpea la puerta a un poeta chino, ignoto, que no había publicado una sola línea en francés. Me parece un gesto de mucha grandeza. Un cruce interesante, la cabeza que después de Freud modeló ese formato de intimidad que se cocina mucho en esta ciudad que es el psicoanálisis. Que armó una manera del encuentro y la charla, la reflexión, que cura y despabila, bastante novedosa. Que ese tipo haya estudiado chino y los libros que yo leía, como el Tao Te Ching. Me quedé helado.

–Cheng tiene una lectura muy interesante alrededor de la belleza como el devenir, y en una parte de tu libro Lacan dice “caminar hacia esa lengua extraña una especie de descanso”. ¿La lengua china tiene esa construcción desde la belleza y la contemplación?

–No soy un especialista en la lengua china pero es un poco la audacia de este libro. No soy ni psicoanalista ni sinólogo, solamente encontré acá algo. Los chinos no son religiosos. Como dice Ajmátova, qué importa si al fin y al cabo todo se convierte en polvo y en ceniza. En ese “qué importa” hay una resistencia, metafísica no política. Los chinos parecería que no tienen más recursos que la cultura, lo religioso y lo sagrado es la cultura. Es volver a las fuentes una y otra vez de quienes rozaron con un libro que tiene algo de lo sagrado, que para ellos es la trascendencia, porque hay libros que duran más de tres mil años. En ese contexto hay una tradición que pudo haber hecho que Lacan se haya intrigado mucho. Y después todo esto que se dice que es la confección de los pictogramas, como el del árbol y el hombre que forman descanso. Son las fulguraciones que producen. No de forma lineal como lo entendemos nosotros, sino como puertas que se abren, conceptos que disparan. Y por otro lado, a los chinos la lógica binaria no les cabe ni ahí. Nosotros somos binarios. Para ellos puede haber un C, una tercera posición. El Ying tiene un punto y el Yang también, en esa tensión viven ellos. Los dos grandes temas de Cheng son la belleza y la muerte. Hay un libro que es Cinco meditaciones sobre la belleza y otro que es Cinco meditaciones sobre la muerte. Hay una aparición pública de él, si bien no entiendo del todo el francés, es como un encantamiento de su presencia, cuando se estaba quemando Notre Dame lo invitan de un programa cultural de Francia, y cuando toma la palabra, Cheng dice: “No puede ser que se esté perdiendo esto”. Lo dice un chino hablando de una pérdida francesa, es conmovedor. Volvemos al tema de la belleza, cuando encontrás asociación entre dos ideogramas, es desde la gráfica, no desde el sonido, como nosotros. Hay una fulguración, un hallazgo, no son signos raros. Y me parece que eso le habrá jugado mucho a Lacan en el camino hacia lo real. Lo real para Lacan es lo que está al borde del lenguaje. Lelia Gándara, que es especialista en escritura china y me ayudó con una lectura, dice que Lacan se había acercado a la lengua china en dos momentos: con los nazis copando Francia, un acercamiento como refugio, como Piglia escribiendo Respiración artificial; y después cuando se arrima a los 68 y arregla tres libros, se acerca más desde un agotamiento de la cultura occidental, abrir otra puerta adonde te lleve sin pretender un destino o una meta. Cuando con Néstor Restivo y Gustavo Ng armamos Dang Dai, la Argentina tenía a China como segundo socio comercial, y yo le dije a Néstor: “¿Cómo es esto, no te parece raro seguir comerciando con un misterio?”. Cuando voy al supermercado trato de que me hablen, a veces son austeros, pero trato de hablar, si no, le estás comprando algo a un fantasma. Llamamos a Gustavo Ng y armamos ese trío de la revista cultural. Ellos siguieron. Para mí fue una pasión como lo fue Haroldo, pero por un tiempo. Se trata de arrimarse a algo para que no sea un misterio, una cultura china totalmente distinta a la que habíamos prejuzgado.

–Encontraste el gesto que pudo haber tenido Lacan. La pregunta es dónde se puede rastrear el inconsciente ahí.

–Hay que seguir investigando. Si tiene algo la novela es que no hablo de lo que no sé. Muy pocas veces sentí que me podía meter, pero cuando ellos cerraban la puerta, me pregunto qué pasaba ahí. No quería hacer algo erudito, como un ensayo, tenía que hacerlo divertido. Soy periodista sobre todo, y aburrir es un pecado. Lo que más me impacta es que en el desarrollo de la novela, el personaje inicial era Lacan y se me fue desplegando mucho a Cheng, por una cuestión absolutamente empática. El tipo tuvo la austeridad china de no sacar rédito. Le termina cortando el rostro al propio Lacan, cuando este ya era una figura estelar. Cheng no habló hasta que Judith Miller lo fue a buscar a diez años de la muerte de Lacan. Se me fue derivando a una admiración muy genuina hacia Cheng.

–¿Qué le aportó a Cheng haberse formado en Europa?

–El tipo antes de Lacan ya había tenido encuentros con Roland Barthes, diálogos intelectuales. Porque los primeros años de 1970 fueron un momento en que lo chino impactó y los franceses se abrieron. A Cheng le aportó un montón, por sus estudios de lingüística, imaginate un tipo que se para entre dos lenguas, un tipo que aprende francés leyendo a René Char, escuchando música en francés. Hace una operación estudiando a los poetas franceses llevándolos a la lengua china que es descomunal. Eso en una lengua que tiene una impronta tan poética, como la que él venía. Lo que a uno le impacta con el chino a él le debe haber pasado mucho más, imagino. Y la hija de Cheng es la principal sinóloga hoy, es decir que siguió el camino de Cheng. Son personas que desde el nudo cultural, uno de ellos, como es París, siguen con la cantinela de todo lo que traen de su origen. Es un cruce que tenemos que hacer todos, nos va a venir bien. Hoy el mundo es una gran aldea.

–¿Cómo entran en la novela figuras como Piglia, Marguerite Duras y Borges?

–Si aparecen es porque se justifica en este cruce de caminos entre Lacan y Cheng. Investigando a Piglia, me di cuenta de que en su viaje a China conoce a un poeta, que el tipo como tenía un estilo muy ligado al taoísmo más antiguo, y en esos años eso no “mojaba el pancito allá”, había delegado su creación por el tema de la caligrafía de los grandes poetas chinos, y para ellos la caligrafía es lo mismo que escribir. El que hace la caligrafía de un poema chino para ellos tiene el peso de la propia escritura. También en los diarios de Piglia encuentro que había estado en un seminario. Además, ¿por qué aparece Marguerite Duras? Aparece porque para Lacan era “la escritora francesa”. Le dedicó un seminario, hubo un cruce. Y después ella tuvo un vínculo en su adolescencia con un chino. Si se justificaba este engranaje narrativo, Borges escribió un poema sobre el I Ching que es un poemazo, como si hubiera condensado la cultura china. Y él tenía una inclinación hacia algunas cosas, así que no me parecía extraño meterlo ahí con algunas entrevistas que le había hecho. La única cuestión más desarraigada en el libro es la aparición de la cita de Olga Orozco, pero para mí tiene un peso de algo que quería remarcar, que es la cuestión del nombrar, la poesía como efecto de quien nombra embelleciendo al mundo. Ahí volvemos a Cheng, como un desafío mayor. La valentía que sería añadirle un poco de belleza a un mundo que tiene un espacio de tanta hostilidad.

–El libro fue editado en tu sello, El Bien del Sauce. ¿Cómo surgió este proyecto editorial?

–Es una aventura que hicimos entre todos los autores. Donde yo intervenía era en discutir el texto, la escritura. Discutir con el autor, leerlo en voz alta, ir y volver, tratando de orientar ese rumbo. Después cuando el libro está resuelto, el autor se adueña de él. Hoy parecería que se está especializando todo en la cantidad de seguidores que tenés y tu libro nadie lo ve. Acá todos los libros que salieron fueron trabajados en mi mesa. Eso a uno lo impregna. Llevamos ya cinco, seis años, sacamos 54 libros. Me parece que se pudo haber metido algo del oficio ahí, en el sentido de como sucede con las bandas independientes, que saben con quién hacer el sonido, con quién hacer prensa y con quién no (porque sos independiente realmente), todo eso te juega a favor de hacia dónde apuntás el libro. Y en donde no importa tanto la cantidad. El otro día hablábamos con Diego Bagnera, que está escribiendo una novela en España, y me decía: “Nosotros escribíamos en la Viva para cuatro millones de lectores”, porque la revista tenía eso del cálculo de ejemplares, que se daba en las peluquerías, etcétera; y ahora vamos por cuarenta lectores que te lean lo que vos tenés para decir. Por eso también estuvo la puesta, porque quería acompañar al libro. Cuando voy con mi hermano a Mar del Plata, a Punta Cantera, y vos ves el momento en que el tipo que hace surf está encima de la ola, ves cómo se tiene que dejar ir o la ola lo voltea, un fragmento de éxtasis. Voy a acompañar el libro todo lo que pueda, fueron muchos años de laburo, y siento que el camino del libro recién arranca, pero que sea propio y de El Bien del Sauce me llena de orgullo, por todos los laburos que salieron del sello. Me sigue fascinando leer un texto en voz alta con alguien, encontrarle una vuelta. Es algo que ojalá se transmita con el libro que se vislumbre.

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